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Inconquistable Paris

9 febrero, 2024 | Vivencias | No hay comentarios

La impresión que deja esta ciudad es única.

Hay tanto para ver, que no se puede medir el tiempo para recorrerla, ni siquiera a medias.

El espíritu parisino tienen tantos matices que depende del barrio que se recorra. Pasear a la orilla del Sena al atardecer, es una sensación difícil de explicar; cuando cae el sol, el festival de sombras no se puede abarcar en una mirada panorámica; allá está el Louvre, el museo más conocido y visitado del mundo, como una sombra alargada color del tiempo, y los puentes. cada uno con su encanto, con su historia. Coronando todo, «Nuestra Señora de París», que como toda mujer elegante parisina actualmente cambió de aspecto.

Cuando llega la noche, el río se convierte en una franja color gris, iluminada; vistosos barcos pasan llenos de luces. En su escudo figura el Sena, también en las naves.

Más allá los Campos Eliseos guardan su orgulloso aspecto, pese a la incesante oleada de vehículos.

La red de subterráneos es tan extensa que llevaría días recorrerla totalmente, y no hay ningún punto de la ciudad de París que quede a más de 500 metros de una estación del «Metró».

Sus espacios, sus plazas, sus avenidas, sus parques son tan amplios que da la sensación de haber pensado siempre para el futuro, como una ciudad eterna y siempre joven, y para todos, para el pueblo y el recuerdo de los Borbones.

Indudablemente el pueblo francés tiene un sentido tan innato de la estética y del arte que se ha transmitido de generación en generación.

No en vano Balzac escribió «Paris es un auténtico océano».

Delfina Quintana

El pañuelo azul

26 diciembre, 2023 | Vivencias | No hay comentarios

Cuando las mujeres se casan tienen varios rituales. LLevarle huevos a la monjas para que la noche de la boda no llueva; y usar algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul

Se casaba la hija menor de la familia. Niña mimada que había terminado su carrera universitaria, igual que el novio que ya era contador. Los dos trabajaban y tendrían un buen futuro. Dos años de novio, se los veía armoniosos en su relación. Estaban ya llegando a los treinta años; no habían vivido juntos y decidieron casarse.

Se hicieron los preparativos para la fiesta un año antes de la celebración religiosa. Casamiento por civil en la ciudad de Buenos Aires y luego un brindis en el piso de la familia de él. Casamiento por iglesia en el Santísimo Sacramento y fiesta en el Palacio Bencich. Fiesta a todo trapo, muchas flores frescas, DJ de primera, y doscientos invitados.

La novia eligió el vestido, encaje de color marfil, el cabello suelto y un velo de tul y puntilla antiquísimo que le consiguió su madrina de bautismo. El novio reservó un jaqué gris oscuro, se compró zapatos negros y reservó turno en la barbería para que le corten el pel y lo afeiten.

Todos los preparativos se presentaron de manera correcta, no harbría sorpresas ni contratiempos. El servicio de cattering le ofreció a los novios probar distintos platos para que eligan el menú que más les gustara, y lo aceptaron. Una entreda de verduras, primer plato de carne con timbal de papas, de postre helado y luego gran mesa de dulces. Barra de tragos que funcionaría toda la nochem y desayuno de mate con pastelitos.

Se acercaba el dia y la novia ya tenía algo nuevo, su vestido; algo viejo, los aros; algo prestado, el velo y algo azul, un pañuelo que su madrina le había traído de Suiza, bordado a mano, hacía ya unos años pensando en el día que su ahijada se casara. El ritual se había cumplido a la perfección. 

Lo único que falló fue el clima. El día del casamiento por iglesia diluvió. Nadie le llevó los huevos a las monjas. Ese ritual incumplido dió los resultados no deseados pero anticipados.

Se casaron un sábado, se fueron de luna de miel a México y al año tuvieron un hijo y otro al año siguiente. Pasaron cinco años más y la pareja se la veía perfecta. Siempre impecables como modelos de la revista Vogue. Nunca una discusión en público.

Un día la mujer apareció en la casa de sus padres con los dos niños que ya tenían siete y ocho años. Ni una lágrima derramó, ni una palabra explicó el motivo de esa presencia.

Al mes dejó la casa de sus padres y de mudó a un departamento que alquiló y pagaba con su sueldo de abogada y empleada de tribunales. La obra social la cubría su trabajo, y los niños siguieron yendo a la misma escuela parroquial del barrio.

Los padres de la mujer quisieron saber el motivo de la separación, pero ni una palabra salió de su boca. Un día en un almuerzo familiar, la mujer contó que su marido tenía dos caras. Frente a todos era un contador exitoso, pero en realidad manejaba el dinero negro de varias firmas. Que durante años vivieron sin obra social ya que él no quería gastar en ello, y que ese había sido el motivo por el cual ella había dejado de trabajar en aquel estudio jurídico tan importante y empezar en tribunales. Allí tenía obra social y un sueldo que le permitía organizar su vida de otra forma, sin descuidar la educación de los niños.

Que él al notar que ella estaba cambiando de vida se puso violento, lo que la asustó primero y la puso en alerta después. Que al darse cuenta que era mejor irse que esperar a encontrar un lugar para mudarse, y ante un nuevo episodio violento, se fue a la casa de sus padres, y el resto del cuento ya lo sabían.

El padre de la mujer, al escuchar que su hija había resuelto su vida de esa forma, tomó el descorchador y abrió un vino, la botella estafa fría, se le patinó y el metal del destapador le hizo un corte en un dedo.

-Tomá papá, ponete esto en la mano para evitar que te sangre tanto, total ya no sirve.

Y le dió el pañuelo azul.

Pequeñas luces rojas

10 noviembre, 2023 | Vivencias | No hay comentarios

Yo compartía colchón con mi hermano más chico. Nos habíamos acostado temprano porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela. En la primera hora tenía gimnasia, me encantaba cuando jugábamos tan temprano a la pelota. El profesor nos dejaba patear un rato hasta que llegaban todos los chicos al campito. Mamá me había comprado zapatillas nuevas, porque parece que había como una pandemia y ella había tenido que trabajar más horas que las normales y le habían dado más plata.

También es cierto que llegaba tardísimo a casa. Hacía ya varios meses que trabajaba mucho, entonces con Kevin nos quedábamos solos unas horas, porque papá no estaba nunca. Salía de noche y volvía a cualquier hora, no era ordenado. Mamá sí era ordenada, y lo retaba todo el tiempo, más que a nosotros. Le pedía que saliera cuando ella llegaba a casa, pero no había caso, él andaba por la calle cuando quería. Siempre por el barrio, con gente de la mala, nunca con los buenos.

Es que en el barrio la gente se dividía así, como los equipos de fútbol, o sos de Boca o sos de River. 

Estaban los que trabajaban y tenían plata para comprarles útiles y juguetes a los hijos y no tenían que andar pidiendo en la escuela que le dieran los donados que se guardaban en la dirección. Yo tenía esa suerte, como Kevin, porque nuestra mamá trabajaba en el hospital. También teníamos remedios para cuando teníamos fiebre o nos dolían los dientes.

El resto de los vecinos eran bravos, fumaban marihuana y paco, andaban armados, los más chicos dejaban la escuela y nos bardeaban porque nosotros andábamos limpitos y prolijos. Los otros, desde chicos se metían en la droga y el choreo. Para mí era porque no tenían una mamá que los cuidara como teníamos nosotros. 

Esa tarde mamá llamó para decirnos que llegaría más tarde, y como papá no estaba, como siempre, nos dijo que pasaría mi madrina para ayudarnos a Kevin y a mi a bañarnos, comer algo y acostarnos. Vino Samantha, nos preparó milanesas con puré, y mientras ella cocinaba con Kevin nos fuimos a bañar y nos pusimos el pijama. Cenamos y nos fuimos a dormir. Samantha se despidió y cerró la puerta con llave. Nos dijo que mamá llegaría en un rato, que no la esperemos despiertos.

Al rato, escuchamos ruido. Voces en la venta, hablaban bajito. Ruido de pisadas. Muchas. Se sentía cómo alguien se movía porque se escuchaba el ruido de la ropa al rozar con la pared o algo. 

Me levanté sin salir del colchón, lo tapé a Kevin para que no se enfríe. Vi pequeñas luces rojas que entraban por la ventana, como esas que tienen las armas de los tiradores que siempre te apuntan en la frente. Silencio. Nada se movía. 

Listo, me acosté de nuevo. Seguro que eran los vecinos que habían llegado y estaban acomodando cosas en la puerta de la casa.

Me dormí, pero un ruido ensordecedor me despertó. Cuando abrí los ojos no pude ver nada, había como una nube de polvo que me dejaba ciego. Lo agarré a Kevin, que estaba muy dormido y lo abracé mientras le tapaba los ojos con la frazada para que no le picaran. Gritos, golpes, ruido de cosas rotas, más polvo, la puerta de casa estaba abierta, más bien parecía rota o eso era lo que veía. No podía controlar mi cuerpo que temblaba, me miraba las manos y me asusté de cómo se movían. En el pecho sentía que tenía un bombo, como el que se usaba en la escuela cuando había actos. Kevin empezó a gritar. Los pies se me pusieron quietos y no podía moverme, hasta que traté de hacer que Kevin se callara. Shhh, shhhh, Kevin.

-Son niños, el padre no está aquí.

-Ok, guarden la orden de allanamiento y llamen al juzgado para informar las novedades.

BICHA de CLAUDELINA

Obras textiles by Violeta Parra.

De los libros que tengo en la biblioteca elijo tres o cuatro por ahora, y le pido a cada uno de ellos que me inspiren como artista textil.

El primer libro es «Las Visitas» de Silvia Schujer que cuenta la historia de un niño de unos once años cuyo padre un día deja de ir a la casa después del trabajo; y la madre, la madrina y la hermana empiezan a prepararse un día para ir a visitarlo a su nueva vivienda. Preparan comida, van a la peluquería, se arreglan la ropa para estar impecables, y finalmente el domingo se levantan al alba, y caminan quince cuadras hasta la parada del ómnibus. A medida que avanza se llena con gente que también va en familia, con muchas bolsas de comida, frazadas y algún abrigo. La mayoría son mujeres y niños como el protagonista. Después de varias horas de viaje se devela el misterio del nuevo lugar donde vive el padre: la cárcel de Caseros. Su sorpresa es tan grande que durante toda la visita no puede hablar. Después le reclamará a su hermana mayor que no le haya contado adónde iban.

Así comienza la historia que continuará relatando las sensaciones del protagonista cuando deba ir a la escuela ahora sabiendo adónde está su padre y le pregunten por él. Se debatirá entre decir si trabajando o viajando, nunca la verdad que lo estigmatiza, que lo envuelve como un manto que abriga, ahoga, aprieta, y que lo hace visible. Si lo hiciera invisible podría andar por todos lados sin que lo vieran. A medida que avanza la historia, irá solo a visitar al padre, tomará siempre el mismo colectivo y el chofer será su nuevo compañero.

Otro de los libros es «Cárceles«, escrito por los periodistas Eduardo Anguita y Daniel Cecchini que trata sobre el funcionamiento del estado en el “otro subsuelo de la patria” como lo anuncia el subtítulo. Los organismos que institucionalmente se ocupan de los presos, hombres y mujeres, de sus necesidades, de sus ausencias, de su salud, y su libertad. Los autores aportan las normas dictadas por el congreso nacional que tratan estos temas, algunas de las cuales son tan antiguas que hasta las palabras que se usaron para su redacción reflejan los años en que se crearon. Situaciones injustas podrá haber muchas, quizás tantas como las creadas por quienes eligieron la cárcel como destino, pero también desnuda la inexistencia de camino de salida después del encierro. Sacan a la luz la incapacidad del estado en asistir a las personas para que se reinserten en la sociedad, la intolerancia de sus integrantes y la ilusión de que puedan aprender a convivir. Unos porque quieren reingresar a esa sociedad y otros porque deben aprender a incluirlos en ella. En esa transición el estado parece no aportar ninguna herramienta que aliente algún deseo de redención de los convictos; que les muestre, los asista, los obligue, los ayude a querer formar parte de una sociedad que trabaja, va a la escuela, educa a sus niños y los cuida, apoya a las familias y las une. 

El último libro es “Señales que precederán el fin del mundo” de Yuri Herrera, una narconovela que se incluye en el género de literatura de frontera. Sin nombrar ni una sola vez en unas 110 páginas a México o a los Estados Unidos, ni a la mafia, ni a los jefes narco, a la droga o a la corrupción, el autor cuenta el viaje de una mujer que debe llevarle un mensaje a su hermano por pedido de su madre, para lo cual deberá cruzar la frontera caliente. Escrita en lunfardo mexicano está destinada a ser rechazada por la dificultad que presentan las palabras en su lectura, alguna de las cuales hasta son inventadas. Los capítulos del libros están divididos como las 9 puertas que llevan las almas al inframundo según la cultura Mictlán. La maestría de la escritura brinda un relato de aventuras que suceden en un campo minado de peligros, llámense violación, muerte y tortura, y que hace del libro de Herrera una joyita que merecer ser leída dos veces. La primera para entenderla, la segunda para disfrutarla.

BICHA de CLAUDELINA

Un día sonó el teléfono y llegó la noticia. Teníamos que dejar nuestro refugio de Tigre.

Habíamos alquilado el departamento gracias a una amiga que tenía una inmobiliaria y nos buscó uno de dos ambientes, para dos personas ya adultas, con hijos independizados. Yo quería que Alfredo tuviera una parrilla para hacer sus asados, y un metro cuadrado de jardín para sentarse al sol.

Vivíamos en la ciudad de Buenos Aires en un departamento cómodo, sin balcones, en un barrio precioso. El fin de semana el cuerpo ya nos estaba pidiendo un poco aire libre, caminos para bicicletas, recibir amigos, plantar algo de verde y meter las manos en la tierra, regar, cocinar pan y sentir el aroma de la masa que se va cocinando lentamente.

Yo había vivido siempre en departamento, no era amiga de las casas ni las necesitaba.

Alfredo no había vivido nunca en departamento hasta que se casó conmigo y le tocó hacerlo durante treinta años. Era hora de un cambio. Primero se mostró algo reticente, pero buscó opciones hasta que encontramos este lugar. Soñado.

Un departamento cómodo, con un jardín de buen tamaño con un cerco bajo de flores blancas que estaban frescas todo el año, y lo mejor estaba más allá de las flores blancas, era el lago.

No fui de esas personas fanáticas del agua, de esas que esperan el fin de semana para salir a navegar, a remar, o a saltar olas. Hasta los días en que llegué a vivir a Tigre el agua era para las vacaciones. Playa y mar era la combinación de los descansos de verano; podía fascinarme con los lagos de la Patagonia, pero seguían siendo paisajes enmarcados en vacaciones.

El lago mas allá de las flores tenía carácter. Armaba olas cuando había sudestada, dejaba que los peces vayan de acá para allá cuando todo se movía abajo de la superficie, se transformaba en espejo los días de calma y les dejaba reflejarse a las luces de las casas, a las sombras de los patos en la noche, y recibía a las familias de cisnes que pasaban a la mañana para el oeste y a la tarde para el este.

Los ruidos eran incesantes. Los teros coreaban con sus graznidos, algunas veces desaforados cuando se acercaba a sus nidos. Sus gritos eran potentes, aunque nunca llegarían a igualar al colectivo 113 que pasaba por la puerta de nuestra casa en Buenos Aires. En Tigre los sonidos eran distintos. El ruido del agua, las lechuzas que sobrevolaban el jardín buscando roedores, todo tenía un encanto nuevo para mis oídos, me maravillaba y me daba paz. Habíamos encontrado el mejor lugar sin darnos cuenta con todo lo que nos traería de nuevo.

En el verano los días se hacían eternos. Noches cálidas invitaban a disfrutar de la galería, de pisar el pasto descalzos. Durante el día, la pileta juntaba a los vecinos en el parque común, y Alfredo armaba para todos el coctel de las siete de la tarde. Los atardeceres eran los mejores momentos. Silencio, luces tenues que se iban apagando, los patos que enfilaban para el este, el calor que aflojaba y el aire que se iba enfriando. Era una hora de puro disfrute. Mucha luz, muchos colores, imposibles de reproducir en una sola pintura.

Pero llegó el día que tuvimos que despedirnos de ese lugar, levantar la casa, vender los muebles, embalar el resto, y llamara a la obra social para conseguir una entrevista con un piscólogo que me ayude a superar esa despedida.

BICHA DE CLAUDELINA